Una imagen hermosa, hasta se podría decir angelical. Se levantaba cuando el sol salía, de pronto como magia se escuchaba, el sonido de una escoba, mientras en la cocina la leche hervía, entre el sueño se confundía y una dulce voz me decía, levántese que es hora de dar gracias. Cuando vaya a la cama pida perdón a Dios por los pequeños o grandes pecados cometidos durante el día, y cuando amanezca de gracias al Creador por el milagro de la vida.
Yo siempre fue callada nunca respondía por que jamás podría lastimar a la mujer, que yo veneraba y amaba. Sin refunfuñar de inmediato me vestía que maravilla ver a mi Liita, lista para el día. Lo primero que me enseñaba a rezar y luego empezar el día. Ella con dulce voz decía, en esta edad es difícil comprender pero algún día lo harás, de pronto ella llamaba a otro amor de mi vida, mi Arturito, mi abuelo, padre y amigo, ella decía Joven el desayuno está listo, venga antes que se enfríe, luego se levantaban el batallón de mis hermanos, mientras mi hermana batallaba con el sueño, Liita decía es hora de ir a la escuela.
La escuela Providencia estaba muy cerca de la casa mi hermana Conchi y yo caminábamos hasta llegar a la construcción de piedra que majestuosa se levantaba, no ha gusto íba, por que me alejaba lo que amaba, pero que remedio con las madres tenía que lidiar, y a misa en la mañana asistir. Mi gran consuelo era el ver en el altar el cuadro de la Santa faz mirar. En ese tiempo la misa el sacerdote en latín daba, y si me preguntan lo único que recuerdo el olor del incienso. Por fin era hora de regresar a casa y veía el hombre más bello esperando por sus nietas, que nos decía hermanitas, mi abuelito Arturito, de camino a casa, primero a saborear el dulce frío de los helados de Pedrito del parque Cevallos, y jamas se podía olvidar las pastas del pastelero, pero teníamos que comer rápido ese manjar especial casi cotidiano, Arturito veía que nuestro rostro esté limpio, y decía no digan nada, y como buenas aprendices nuestros labios se sellaban, cuando la gran puerta se habría corríamos a ver a Liita, y ella sabía lo que habíamos hecho, pero ella se desentendía como que no sabía. A cambiarse el uniforme, lavarse las manos y sentarse a la mesa, antes de empezar a comer a Dios gracias teníamos que dar, luego nos decía a descansar y sin olvidarse las tareas escolares, hay que luchar con la ignorancia y aprender a ser letrado, el libro es el mejor amigo de un niño, adulto y de un anciano.
Terminábamos la tarea y yo corría para ver si errores tenía, y que maravilla cuando mi abuelita me decía perfecto y si que el corazón me dolía cuando no hice perfecto, las lagrimas corrían y Ella me decía, de las equivocaciones se aprender a enmendar los errores. Que cosas de la vida nuestro juguete era mi abuelo Arturito, jugábamos que médicos hermanos, y pues como disfrutaba Arturito mientras horas pasábamos con El.
La inocencias de niños en contrabandistas nos convertíamos, cuando mi abuelito en cama se encontraba enfermito el pobre, y de quejaba de lo insípido de la comida mis hermanos, y yo nos ideábamos cómo subir sal escondida, sin saber que el galeno había dicho, cuidado con la sal por que Don Arturo le hará mucho daño a su corazón. Cual delicia saboreaba mi Arturito, hasta que llegaba mami Betthy y al probar su comida en gran lio nos metíamos era salmuera, pero lo importante era verlo contento. Mamá le contaba a Mamá Lia y no había peor cosa que ver los grandes ojos de mi abuelita no se disgustaba más bien nos enviaba al cuarto. Pero casi de inmediato venía Betisita y Liita y la vida nos perdonaba y desde ahí nos revisaban antes de subir al tercer piso de la casa donde el gran cuarto estaba y lo mejor de ello Arturito se encontraba, que cosas del recuerdo que las plasmó antes que se me olviden, constancia quiero dejar a todos los que descendemos de Arturito y Liita la familia Illingworth-Carrasco que si contamos de uno en uno un ejercito formamos y yo como la más vieja de los nietos quiero pasar estas gran memoria a que sepan quienes fueron nuestros abuelos Guillermo Arturo Illingworth Quevedo y Rosa Lia Carrasco Astudillo, las personas más extraordinarias que quiero inmortalizar en mi historia, y dar un legado para todos de esta gran familia.
A. P. Illingworth
A. P. Illingworth
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